viernes, 20 de enero de 2012

Brahms: Réquiem alemán


«Bienaventurados los que lloran
porque ellos serán consolados»
(San Mateo V, 4)




Con estas palabras de San Mateo comienza el Réquiem alemán. Desde la contemplación puramente musical que de la muerte hiciere Mozart, sin omitir los pasajes de la ira divina para los condenados, han pasado bastantes años, hasta que en 1867 ven la luz los tres primeros movimientos de la que terminaría siendo partitura más extensa del compositor de Hamburgo.

Muchos análisis perciben a Johannes Brahms como un hombre hermético. No creo que sea ése el término adecuado. Aquel alemán del norte, que encontró en Viena su verdadera casa, era introspectivo; pero la calidad sentimental y la bonhomía le hacen próximo, con esa proximidad que jamás se resquebraja.
La macroobra es la traducción más directa de aquel carácter transcendente aunque elemental, infantil en muchos de sus presupuestos entre los que destaca la fidelidad. Frente a la carga religiosa de la muerte, que ya había informado otras misas de réquiem desde la fundamental de Guillens, Brahms reafirma el lado humano de la cuestión, su música rubrica la meditación tranquila de los vivos sobre el paso hacia la muerte.


Es cierto que el delicado intimismo, aún sin dolor, vendrá después con la extraordinaria pieza de Fauré; pero ya aquí, la vivencia de lo inmediato (la muerte siempre puede serlo) contiene los elementos de paz y de consuelo que proporciona lo inevitable.

Toda carne es como hierba, y toda gloria del hombre como la flor de la hierba; aquélla se seca y la flor cae... Tened paciencia hasta la venida del Señor. El afecto y la admiración del joven Brahms por Schumann, inmediatamente después de que con veinte años se le acogiera en su casa de Düsseldorf, duró toda la vida.

Schumann moría en 1856 y el segundo movimiento del Réquiem data de 1857, por lo que Kalbeck, biógrafo del compositor, sugiere que la obra nace como proyecto de homenaje al amigo. Lo cierto es que el nombre sí sale del Libro de proyectos del creador de Escenas infantiles. El fallecimiento de su madre, con la que no llega a contactar en el momento de su muerte por algunas desavenencias que les tuvieron separados varios meses, precipita la necesidad de acabar la composición ya iniciada. Corría el mes de febrero de 1865. Brahms no componía con facilidad, volvía una y otra vez sobre las obras, de ahí el retraso de su mundo sinfónico, pero al fin, el 18 también de febrero de 1869, se estrena en Leipzig el monumental Réquiem que alcanzaría pronto una veintena de audiciones dentro de Alemania, para no tardar demasiado en saltar a Londres, San Petersburgo y París. Los acentos de dolor se confundían con la fe, propiciando una resignación estoica que seguía la línea de las grandes misas de difuntos alemanas, como la de Schutz o la Cantata núm. 106 (Actus Tragicus) de J. S. Bach.

Cristo no aparece en los textos elegidos (Salmos, Isaías, Evangelios de San Mateo y San Juan, Epístolas de San Pablo a los corintios y a los hebreos, de San Pedro y Santiago y Apocalipsis) que se distribuyen en siete movimientos entre los que el cuarto, con la visión idílica del Paraíso, es el centro sobre el que gira el resto, empezando por «Bienaventurados los que lloran» (ya citado primer movimiento) y terminado por el último (núm. 7) «Bienaventurados los muertos», cerrándose así el ciclo.

Los números segundo y sexto tratan de lo transitorio de la vida terrena y la gloria del más allá, y el tercero y el quinto referencian la paz y el consuelo. En el tercero y sexto aparece el barítono y la soprano en el quinto, añadido más tarde seguramente como mención de la madre desaparecida: Como aquél al que consuela su madre, así os consolaré Yo a vosotros.

La independencia pues del modelo tradicional, procedente del servicio fúnebre latino de la Iglesia Católica, es evidente. La elección de textos alemanes de la Biblia traducida por Lutero, connota el destino del oficio. Se pasa sobre los difuntos amenazados por el Juicio Final hasta nosotros, los vivos, a los que cuando llega el momento último de la existencia se aporta la paz de la bienaventuranza.
Musicalmente hablando, el Réquiem se abre con una discreta orquestación, omitiéndole los sonidos brillantes de violines, clarinetes, trompetas... para que las voces del coro cobren una dimensión aérea, casi desencarnada.


El segundo movimiento contrasta fuertemente con el anterior al utilizarse timbres más brillantes que en el primero. Los violines se dividen en dos secciones, luego se pasa a la sordina y a pianissimos en contrastes de luces y de sombras que devienen finalmente en un himno de alegría.

Es entonces cuando entra el barítono con pujanza para dialogar con la masa coral, coronándose la sección con una fuga orquestal y otra vocal, sempre con tutta forza, que reposan sobre un punto de pedal tónico que las ensambla.
El cuarto movimiento restaura la serenidad, describiendo el Paraíso a través de la ternura dibujada sobre todo por la madera en inversión a las voces que desenvuelven un alegre fugato.


Después de publicada la primera edición, se añadió el quinto movimiento dedicado a la soprano, excelsa participación que se eleva sobre el murmullo del coro como un pájaro celestial. Yo os consolaré como una madre consuela a sus pequeños, así se llega a la transfiguración de la madre en un plano más ideal.

Vuelve el barítono y declama en el número seis tras los cambios de acordes en las voces: «¡He aquí! os digo un misterio»; pero en lugar del horrísono último juicio se transmite un mensaje de juicio por el coro y la orquesta: «Muerte, ¿Dónde está tu aguijón? ¿Dónde ¡oh sepulcro! está tu victoria?», y el movimiento acaba con una doble fuga de auténtica fuerza haendeliana.
El final, cerrando el ciclo perfecto, retorna al principio con textos paralelos y música que vuelve a aquellos concluyentes temas dando unidad a la monumental obra.
«Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante mueran en el Señor». «Sí», dice el Espíritu, «descansarán de sus trabajos; pero sus obras continuarán con ellos» (Apocalipsis XIV, 13).














Descarga


Para disfrutar de esta obra, propongo la inspirada versión de Carlo Maria Giulini, al frente de la majestuosa Filarmónica de Viena, junto a los solistas Barbara Bonney (soprano) y Andreas Schmidt (barítono) y la Asociación de Conciertos del Coro de la Ópera de Viena, publicada en 1988 por Polydor



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Parte 1:
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Parte 2:
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Espero que les guste, Besos y hasta la próxima!

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